El día que fue elegido presidente de Colombia, Virgilio Barco pasó la tarde jugando criquet. No monitoreó noticieros. No atendió llamadas. Jugó criquet, comió, y en un punto se paró de la mesa. «Me avisan cualquier cosa», les dijo a los demás comensales y se excusó para irse a su casa. Cualquier cosa. Como si ese día no se fuera a definir La cosa. Como si ese día no fuera a arribar al destino último de una larga carrera política.
Cuenta Rafael Obregón —que estuvo entre los jugadores de criquet de esa tarde— que cuando llamaron a Barco a contarle que había ganado, el que contestó el teléfono fue su chofer. «Que le manden la razón», dijo. El recién electo presidente no había considerado necesario enterarse de su nuevo cargo. Uno puede imaginarlo escribiendo Domingo de criquet en su diario, dándole a la presidencia la misma intrascendencia que Luis XVI le dio al hecho de que la Revolución acababa de romper las puertas del palacio real. Ese día el rey francés no escribió sobre el que probaría ser el gran hecho de su vida, sino que se limitó a anotar en su diario los resultados de la caza matutina: «nada».
Es misteriosa la aparente indiferencia de Barco. Ese non chalance de jugar criquet en la sabana de Bogotá en pleno día de juicio. Uno podría pensar que le importaba poco convertirse en presidente. Que —como sugirió Enrique Peñalosa— para Barco la presidencia de Colombia era importante, pero no tanto como pertenecer a la junta directiva del MIT.
Yo no creo que lo de Barco haya sido apatía, sino más bien una muestra de disciplina.
«Doctor, ¿usted no va a calcular?» le había preguntado la secretaria a Virgilio Barco en 1966, veinte años antes del episodio del criquet. Acababa de posesionarse como alcalde de Bogotá y su primer acto oficial se le atravesó antes de que pudiera sentarse en su escritorio cuando pidió sobriamente un favor que parecía menor: «Llévense esta calculadora». Barco no planeaba calcular nada. La secretaria del despacho, que había visto al anterior alcalde, Jorge Gaitán Cortes, calcular medidas de puentes y escuelas sin parar, no pudo evitar el asombro y soltó la pregunta intempestiva. Para calcular tenemos cientos de personas, contestó Barco. Para gobernar solo estaba él. «Mandé quitar también el radio con el cual Gaitán Cortes seguía el curso de las manifestaciones», escribiría luego Barco en una carta.
Barco entendía un hecho esencial que suele pasar desapercibido: el entorno determina el trabajo. Sabía que tener un radio a la mano lo volcaría inevitablemente a las noticias, lo volvería esclavo de la opinión pública, lo haría un doliente temprano de la patología que uno ve exacerbada en los alcaldes modernos, cuya agenda diaria es definida por Twitter. Unos años atrás, otro sospechoso del entorno de trabajo, el power broker de Nueva York, Robert Moses, había ordenado sacar el elegante escritorio de su oficina. Lo cambió por una mesa simple, pues sabía que la posibilidad latente de guardar papeles en los cajones lo conduciría a aplazar los asuntos y, finalmente, a la ineficacia ejecutiva.
Y así como Barco depuró los objetos que tenía a la mano también redujo la cantidad de tareas a las que iba a dedicar energía. Fue inclemente en ello. El anterior alcalde asistía a veintiocho juntas, mientras que Barco anunció «que no iría sino a la Junta de Contratos, y a una que otra importante». En todo caso, se reservaba el derecho a asistir a cualquiera de ellas, «para hacerlo únicamente cuando hubiera algún problema que tuviera que ser atendido personalmente por el alcalde».
La biografía de Barco que escribió Malcolm Deas da luces de esta faceta: un Barco preocupado por la eficacia más que por la eficiencia, alerta a las trampas tecnológicas —el radio, la calculadora— que prometen facilitar el trabajo y resultan siendo nada más que generadoras de trabajo insulso. Entre las líneas de Deas se alcanza a ver ese Barco esencialista que sabía que lo importante el día de las elecciones no era esperar el resultado sino divertirse en una última oportunidad de sosiego antes de la que iba a ser la gran tormenta de su vida.
Mucho se ha especulado sobre el deterioro mental de Barco durante su presidencia y del rol que en esa coyuntura tuvo German Montoya, que fue su mano derecha y de quien se decía que era el verdadero presidente. Deas pone en duda esa teoría y nos da pistas para especular. Tal vez Barco sí puso ahí a German Montoya para que hiciera de presidente. Para que se encargara de toda esa gestión engorrosa que solemos reclamar en Colombia cuando pedimos un gerente en el puesto del presidente. Montoya, tengo la impresión, gerenciaba y liberaba a Barco para que se concentrara en lo que tenía que hacer: gobernar.
Dicen también que para esconder su mala salud, el presidente Barco no hacía reuniones de más de tres personas y que nunca convocaba al gabinete de ministros. Pero ¿no será que Barco, el trabajador eficaz, sabía que en las reuniones concurridas lo único que se logra es perder el tiempo?
Tal vez -para terminar con esta licencia de especulación- todas estas son manifestaciones del Barco enfocado, que mucho antes de ser presidente ya advertía la importancia de depurar lo superfluo y de concentrarse en lo que importa, pues decía que «esa es, creo yo, la única forma posible de trabajar con efectividad».
Recomendación de la semana
Documental: Virgilio Barco, historia de un cambio
Muy buen documental sobre la presidencia de Virgilio Barco. Se puede ver acá.