Que un presidente de Colombia no le pase al teléfono a un alcalde no es noticia. En un país que tiene más alcaldes que enfermeras, si contestarles a los alcaldes fuera obligatorio no tendríamos primer mandatario sino un operario de call center bastante ocupado. Pero la física imposibilidad de atenderlos a todos no explica el hecho de que Virgilio Barco (1986-1990) no le pasara al teléfono a Juan Gómez Martínez, alcalde de Medellín, a finales de los ochenta. Y es que Gómez Martínez no solo era alcalde de la segunda ciudad más importante del país, sino que en ese momento —cuando la guerra contra Pablo Escobar alcanzaba dimensiones dramáticamente inimaginables— Gómez Martínez era la principal autoridad en el territorio en el que se libraba la batalla crucial. Y aún así, durante dos años, Virgilio Barco no atendió las llamadas de Gómez Martínez, al punto que, en sus memorias, este último dice haberse sentido «abandonado por el gobierno nacional». ¿Qué puede explicar esa actitud por parte del presidente?
Resucito esta intriga de tiempos pasados a raíz de mi reciente entrevista con Juan Gómez Martínez, en la que me contó sobre los días aciagos y noches de terror que vivió como alcalde de Medellín a finales de los ochenta.
Era la peor época de la guerra contra Escobar y el presdiente Virgilio Barco, que gagueaba siempre, pero que a la hora de enfrentar a Escobar no le temblaba el pulso ni la voz había dicho: «No vamos a flaquear o a ceder». La determinación de Barco era inequívoca; su posición era decidida, urgentemente existencial: «Tenemos que ganar esta guerra».
La determinación del presidente hace doblemente extraño el hecho de que no tuviera contacto con el alcalde de la ciudad en la que se libraba la guerra que él había declarado. No tengo una explicación definitiva, pero mi curiosidad está desatada y quiero compartir algunas de las hipótesis que creo pueden iluminar el misterio de por qué Barco no le pasaba al teléfono al alcalde de Medellín.
La ideológica: Barco liberal, Gómez Martínez conservador
«Un liberal radical y santandereano, uno casi del siglo XIX, uno que todavía odiaba a los godos», así recuerda Roberto Pombo a Virgilio Barco. Uno de sus biógrafos, Leopoldo Villar, titula su libro «Barco: el último liberal». No hay nadie que hable de Barco y no haga alusión a su condición de liberal. Era su rasgo definitivo. Pombo especula que la actitud distante de Barco frente a la prensa era en realidad la deferencia de quien estaba convencido que las instituciones en una sociedad debían operar independientemente y que aquella tradición zalamera de doble vía entre el presidente y la prensa, de por sí problemática, apestaba al peor tufo de todos: el antiliberal.
Pero quizás la muestra más clara de su liberalismo se ve en el desprecio por los conservadores. Guillermo Perry, que fue su ministro de Minas, recuerda que el temperamento liberal de Barco era «tan fuerte que a veces resultaba un poco sectario», y revive una escena en la que se puede apreciar esto: «Ministro —me dijo un día— ¿usted cuándo va a cambiar a toda esa mano de gerentes godos que hay en electrificadoras departamentales y que no han hecho sino robárselas?».
Quizás entonces lo que tenía rota la relación Barco-Gómez Martínez era un factor fundamental, casi inalterable: Barco era liberal «hasta el tuétano» (Perry), mientras que el alcalde de Medellín era un conservador de partido. «Es la única explicación», me dijo en la entrevista Gómez Martínez.
Pero no es esa la única hipótesis. Tengo más.
La regionalista: Barco no quería a Antioquia
Lo dice explícitamente Malcolm Deas en su biografía de Barco: «No tuvo buenas relaciones […] con la élite de Antioquia». Sin embargo, nada en mis lecturas y conversaciones sobre Barco me ha llevado a formarme la impresión de que el presidente fuera particularmente regionalista. Podría uno especular que el desdén por los paisas se le pegó en su incursión en la alta sociedad bogotana, en la que la descalificación de «ese pueblo de arrieros» es típica y hasta bien vista. Pero Deas advierte que lo de Barco en la élite bogotana no fue más que una incursión: «tuvo siempre entrada en la alta sociedad bogotana, pero nunca fue de sus entrañas, y nunca manifestó un interés proustiano en sus ansiedades y complejidades».
Pero cabe la posibilidad de que la antipatía por Antioquia no haya brotado por herencia santandereana ni por osmosis bogotana, sino que se haya originado en un episodio particular: el asunto del metro. Dicen los rumores que Barco estaba aterrado con que Medellín fuera a tener metro antes que Bogotá y que hizo todo cuanto pudo por entorpecer el proyecto. No sé qué tanto peso darle a este rumor sobre los celos de Barco, pero lo que sí es un hecho es que el metro de Medellín estuvo parado durante su presidencia.
En su momento, el metro de Medellín era visto como un proyecto «innecesario» y demasiado costoso y, como parte de la financiación venía de plata de la nación, algunos de sus detractores argumentaban que había otros proyectos más urgentes en los que se deberían invertir esos recursos. Quizás esa fue la razón de Barco para enredar el proyecto, pero quizás la explicación puede ser tan básica como unos celos elementales de quien no era bogotano pero había sido concejal (curiosamente según Barco su trabajo «más exigente») y alcalde de la capital. Para respaldar esta última hipótesis están los estudios que el presidente pidió, en el año 87, a una firma italiana para destrabar el metro de Bogota.
La práctica: Barco era un tipo enfocado
Ya antes he escrito sobre el foco de Barco: su capacidad excepcional para concentrarse y aislarse de las distracciones que nunca le faltan a un gobernante. Mi impresión es que una vez el ingeniero Barco se organizaba para trabajar había poco que le podía desdibujar su esquema inicial. Los que trabajaron para él coinciden en que una vez tomaba una decisión era casi imposible que la modificara. Así, terco, podemos imaginarlo en su concentración para gobernar. El asesor que intentaba llamar la atención del presidente con el adjetivo «urgente» no lograba nada, salvo una reprimenda de Barco, que repetía una y otra vez que en el gobierno muchos asuntos eran urgentes y la tarea, precisamente, era fijar prioridades.
Que ignorara a Gómez Martínez podría haber sido producto de la forma de trabajar de Barco, que era además un delegador virtuoso. Tanto, que a uno le da la impresión que fue capaz de delegar la totalidad de la administración pública en Germán Montoya (su mano derecha) para él poderse dedicar a gobernar. De hecho, Gómez Martínez dice que, ante la renuencia de Barco, su interlocutor en Palacio terminaba siendo Montoya. Puede ser que el alcalde de Medellín haya sido víctima no de la apatía barquista sino de su capacidad de concentración.
Pero no hay que obviar el elefante en el cuarto. Para el final de su mandato, el Alzheimer del presidente Barco se había agudizado. Se hablaba de un presidente perdido, suplantado por un poder en la sombra y, aunque parece que esta es una caricatura exagerada, no cabe duda de que era un presidente a ratos enlagunado y frecuentemente despistado. Tampoco hay duda de que hubo una estrategia deliberada por parte de su círculo cercano para protegerlo y evitar que fuera a quedar mal parado. Esa estrategia implicó aislarlo de funciones rutinarias de un presidente, como, por ejemplo, comunicarse con el alcalde de la segunda ciudad más importante.
Pero la duda permanece. La situación de Medellín no tenía nada de rutinaria y era verdaderamente dramática. Cuenta Gómez Martínez que en una ocasión, en medio de un viaje a Japón, lo llamaron a informarle que el gobernador de Antioquia acababa de ser asesinado. Sin gobernador y con alcalde ausente, Medellín había quedado institucionalmente a la deriva y a Gómez Martínez le entró el afán por regresar de inmediato. Intentó pedir ayuda al gobierno y no fue atendido. ¿Era Alzheimer? ¿Era por el metro? ¿Era porque a un godo no le iban a prestar el avión presidencial?
La política: visiones distintas sobre el asunto Escobar
«Las guerras que se declaran en Bogotá las tiene que padecer y librar […] Medellín», dijo Gómez Martínez en septiembre del año terrible (1989). Barco estaba decidido a mantener la línea dura: con Escobar no había negociación posible, solo sometimiento. Gómez Martínez, en cambio, envió a su mano derecha, Ramiro Valencia, a hablar con Escobar. «No para negociar, sino para dialogar», aclararon en su momento.
Uno entiende la iniciativa del alcalde, que naturalmente estaba desesperado con la desangrada aterradora de su ciudad. Pero hoy, con el beneficio de la retrospectiva, difícilmente se puede concluir que esta fue una guerra que se declaró en Bogotá y se padeció únicamente en Medellín. Bogotá también la sufrió y las consecuencias alcanzaron los círculos más íntimos del gobierno (la hermana de German Montoya, Marina Montoya, fue secuestrada y luego asesinada). No creo que Barco haya decidido librar una guerra desde la comodidad. Ni que hubiera calculado que no tendría que pagar un precio por ella. Y si hablamos de precios hay que recordar que su deterioro cognitivo se terminó de desencadenar por esta guerra, de la que emergió diagnosticado con estrés postraumático.
Medellín padeció la guerra, pero también Bogotá y también Barco. Su gran gesta, de hecho, fue haberse mantenido firme a pesar del terrorismo despiadado. Gustavo Vasco, asesor cercano de Barco, dice que el mayor logro de Barco en su vida fue «Mantener el Estado colombiano. Yo todavía no entiendo cómo se mantuvo hasta el final. Había días en que veíamos que ya no había de donde tenerlo, cómo sostenerlo». Es una imagen épica: la institucionalidad colombiana sostenida únicamente por el temperamento de un santandereano canoso, que tenía más pinta de abuelo dulce que de presidente, y que, a pesar de la neblina de su mente, se mantenía firme, inflexible, dispuesto a sacrificarlo todo con tal de no perder lo más valioso.
Y he ahí otra posible explicación de la discordia entre el presidente y el alcalde: se libraba una guerra existencial, de cuya victoria pendía el Estado colombiano, y, como en toda guerra, la desconfianza se respiraba en los salones y cuarteles, y la lealtad era una virtud escasa, cuyo valor se cotizaba al alza con cada día que pasaba y cada bomba que explotaba. Y quizás Barco, liberal hasta la muerte, enemistado con los antioqueños, precavido de no delatar su enfermedad, no le pasaba al teléfono a Gómez Martínez por la simple pero trascendental razón de que no confiaba en él.
O puede que no haya sido eso tampoco.
*Para los interesados en Barco recomiendo la biografía que escribió Malcolm Deas (que al releerla me pareció mucho mejor que en la primera lectura), el libro de Guillermo Perry sobre su vida en el sector público, que es sensacional, y Muebles viejos de Roberto Pombo, también muy bueno.