La semana pasada escribí sobre analfabetismo funcional, la idea de que muchos en la universidad sabíamos recitar lo necesario para tener buenas calificaciones pero en el fondo no lo entendíamos. Me preguntó alguien en twitter si eso quería decir que había cambiado de opinión pues en algún podcast dije que mi filosofía con la lectura era leer mucho sin importar que uno no lo entendiera todo.
Pensé contestar con el clásico «no tengo porque dar explicaciones sobre mis posiciones contradictorias, contengo multitudes, puedo citar a Whitman sin haberlo leído…», pero luego caí en la cuenta de que son dos temas aparte.
Una cosa es leer mucho para agarrar lo necesario para pasar una materia —analfabetismo funcional— y otra cosa es leer mucho, no entenderlo todo, pero hacerlo porque uno cree que el volumen conduce a la calidad.
El volumen conduce a la calidad
La mayoría de gente que quiere empezar un proyecto y nunca lo empieza sufre de la misma confusión conceptual: cree que primero tiene que resolver la calidad y luego sí meterle volumen al asunto. Antes de publicar quieren ser muy buenos escritores. Antes de dar clase quieren ser muy buenos profesores. Espero que ustedes noten el absurdo y no me toque escribir esta obviedad: uno se vuelve buen escritor escribiendo y buen profesor enseñando. La maestría en un oficio se adquiere luego de 10,000 repeticiones y no, como cree alguna gente, se requiere para empezar las repeticiones.
Cuando salí de la universidad, luego de cinco años de analfabetismo funcional, de haber leído mucho y aprendido muy poco, me sobrecogió un afán desenfrenado por educarme. Aún hoy lo siento.
Empecé a leer de manera febril todo cuanto me interesaba. Entre más leía más me interesaban cosas. Hoy sigo preso del trance lector, tanto que me gané el calificativo de «ávido lector» por parte de mi editor Simón Villegas (no es elogio, les aseguro).
De escanear miles de fotocopias insípidas pasé a leer 40, 50, hasta 60 libros en un año. No era un tema de vanidad. No era la foto de fin de año de quién tiene la torre más grande (de libros). Era el afán de un analfabeta funcional por alfabetizarse de verdad. Seguía mi filosofía de que primero hay que preocuparse por volumen, luego habrá tiempo para sortear la calidad. Era y es una voracidad cultural que no la va a aplacar un par de clásicos «bien escogidos»: esta hambre se calma solo con una buena indigestión literaria.
La gente se preocupa demasiado por la calidad, como si el origen de todo no fuera el volumen. Primero está el hábito de leer, luego viene el lector. Hagan la prueba: intenten desarrollar el hábito de lectura en un adolescente poniéndolo a leer El quijote o Shakespeare. No va a funcionar. Para apreciar el caviar —al menos esta es mi experiencia— primero hay que digerir mucho McDonalds.
Recomendación de la semana
Cuenta de twitter: The Cultural Tutor
Una cuenta que hace hilos explicando las peculiaridades más interesantes. Esta, por ejemplo, de cómo hacía la gente para despertarse antes de que existieran las alarmas.
Otras que me han gustado: