Me ha pasado dos veces. Una vez en Lille y otra cerca a Edimburgo. He sentido en esos dos lugares un afán extraordinario por quedarme. Cuando pasé por Lille era de noche; íbamos en un roadtrip: Ámsterdam, luego Berlín. Toda la vida nocturna europea parecía haberse consolidado en la ciudad fronteriza francesa a la que yo ni conocía, pero de la que quería hacer parte. En ese momento ni Berlín ni Ámsterdam me interesaban, lo único que me interesaba era bajarme del carro y quedarme en Lille. Tenía 17 años, y aunque atravesaba la cúspide de la espontaneidad, no me bajé del carro, seguimos derecho y este es el día que no he pisado Lille.
El bus que nos llevaba por las Highlands escocesas —segundo lugar de mi deseo— era largo, de esos en los que caben, sin juntarse, el grupo de asiáticos y también el de adolescentes colombianos. No diría que el paisaje escoces es alucinante pues ese no es el término. Es bonito pero no porque deslumbre, como una cascada islandesa, sino porque conmueve, como un cofre antiguo en la cima de una meseta pequeña. Me acuerdo de Fernando, que era fotógrafo y venía de Ibagué. Lo veía desesperado, parado en el bus, corriendo casi entre las ventanas de la derecha y las de la izquierda, intentando capturar los pequeños riachuelos, y las montañas desoladas de las Highlands, y no era capaz porque el bus iba más rápido de lo que debía, y el pobre Fernando nos miraba a los demás con ganas de llorar pues en el fondo sabía que eso que estaba viendo a través de la ventana era magia y que, como buen acto de magia que era, iba a esquivar la captura permanente de parte de su lente.
Hay una palabra en inglés que me gusta y describe el sentimiento de frustración con estos lugares: longing. Es tal cual: un alargamiento. Un estiramiento del alma, que se ve desencajada, que cree que nunca va a retomar su forma, su completud, a menos que satisfaga el deseo de bajarse ahí, en ese paraje desolado en el que no se ve un solo escoces, en esa boyante ciudad francesa que no parece tener nada especial, excepto todo.
Esos lugares se han vuelto objetos de mi deseo. Basta que me presenten a alguien de Lille para que yo le hable maravillas sobre su ciudad, a pesar de que no la conozco (o justamente porque no la conozco). O que me pongan a hablar de las Highlands escocesas, para siempre inmortalizadas en mi memoria, a pesar de que nunca pude entumecer los dedos en sus aguas legendarias.
En esos momentos quise tener plata ilimitada para poder volver a ambos lugares, sin afán, y poderlos contemplar. Hoy sé que no quisiera eso: que Lille me encanta sobre todo como producto de mi imaginación. Que volver a Escocia en un tour en el que yo decida el ritmo resultaría en la misma decepción de volver a esa ciudad de intercambio en la que uno fue un adolescente feliz pero a la que vuelve como un adulto decepcionado que no ha entendido que la magia no está en el lugar sino en el alargamiento del alma, en el longing de lo que no pudo ser.
Recomendación de la semana
Podcast: Terrenal de Andrés Mejía Vergnaud y Andrés Caro
Hace unos años decían que el mundo del podcast estaba sobre saturado, que parecía que todo el mundo tenía un podcast. Me parece que esto apenas está empezando a ser cierto y enhorabuena porque por fin hay podcasts buenos en español. Es el caso de Terrenal, de Mejía Vergnaud y Caro, que son un par de eruditos y que quieren hacer este podcast sobre las ideas y sus implicaciones en la vida real.
Con lo poco que han sacado ya se ha vuelto uno de mis podcasts de cabecera. Y es que no solo saben mucho sino que tienen una capacidad de narrar y de ser entretenidos que es francamente envidiable.
Eso quedo probado con su serie de 3 episodios sobre Keynes, que es un buen comienzo para este podcast.