No hay peor lugar común que el que dice que «los jóvenes son el futuro del país». Me parece, además, que es cierto solo en su versión obvia, la demográfica. El futuro se encargará de despachar a los viejos y entonces los que eran «el futuro» pasaran a ser los nuevos viejos. Entendido así, los jóvenes serán el futuro, pero solo porque no habrá de dónde más escoger.
Pero ese no es el sentido en el que se suele usar la frase. Cuando alguien dice «los jóvenes son el futuro del país» no lo dice como lo diría un profesor soso de estadística. Lo dice más parecido a como el colombiano dice «la esperanza es lo último que se pierde» cuando está esperando que, en la última jornada de eliminatorias, Bolivia le meta un seis cero a Brasil, en el Maracaná. Esto es, suelta la frase con el idealismo nostálgico de quien no puede hacer más y está buscando salvación en el menos apto redentor.
Esa frase —los jóvenes, o peor, ustedes,los jóvenes, son el futuro del país— se sostiene en dos premisas: la primera, que el estado de cosas actual —que todo universitario que se respete llama status quo— está podrido, pues es producto de una clase dirigente «rancia» (como diría tu político populista de confianza); la segunda, que la solución la tienen los jóvenes. Ambas ideas me producen grima, pero la segunda es la más molesta. Un joven a duras penas tiene algo en la cabeza. Mucho menos ideas. Y es precisamente el exceso de almacenamiento mental lo que le hace creer que tiene la solución a los problemas del mundo, de la sociedad, y del país, en ese orden.
No es que los jóvenes tengan ideas, es que no tienen ni idea de lo difícil que es arreglar lo que no funciona.
Si dependiera de ellos, los que cacarean esa desdichada frase harían un relevo generacional inmediato. No se aguantarían a que el futuro surta efecto y contratarían una volqueta llena de jóvenes para que reemplacen a los viejos y resuelvan el país. Esta es la misma gente que creía que Chile se arreglaba el día que eligiera un presidente menor de cincuenta. «Si los jóvenes son la solución, pues pongámoslos a que solucionen».
La lógica curiosamente se emplea en temas de la alta política pero casi en ningún otro escenario. Al joven de la 15C, que tiene «ideas» sobre como pilotear mejor, no se lo encarga con la aproximación final al aeropuerto de Pasto. El cirujano aprecia la «mirada fresca» del residente de tercer año, pero no le entrega el bisturí para que extraiga el émbolo cerebral de la decana de economía. ¿Entregarle el país al segmento de la población que menos sabe y más cree saber, que confunde intuición aguda con instinto alborotado? No, gracias. Que sigan en sus experimentos en Chile y que, si tanto lo quieren, prueben suerte en Guyana. Colombia, por ahora, procuremos no delegarla en los jóvenes.
Ahora, tampoco hay que demeritar a los jóvenes. Puede que no tengan consciencia de la magnitud de su ignorancia, pero en ese hubris, en esa energía arrogante, en la ingenuidad idealista, hay cosas que rescatar.
En este caso soy tibio a la Jonathan Haidt. Es decir, creo que las soluciones requieren de una tensión productiva entre opuestos. Entre viejos y jóvenes. Entre incumbentes e insurrectos. La sociedad debe aprovechar a sus jóvenes. Tal vez no como relevo, pero sí como insumo. Cosa que me lleva —por última vez, lo prometo— a la fatídica frase.
Cuando alguien dice que los jóvenes son el futuro del país está intentando concientizar a los jóvenes sobre su responsabilidad. Comprometerlos. El problema es que logra todo lo contrario. Y es que, dicha así, esa frase traduce «nosotros no pudimos, les toca a ustedes». O, como en La estrategia del caracol, «ahí les dejamos su hp casa pintada». Y como en la película, esta casa está a medio pintar, huele mal, y las grietas en las paredes ya amenazan la ruina total. ¿Quién va a querer medírsele a una cosa así?
El que pronuncia la frase cree estar dándole un espaldarazo al joven, pero en realidad le está amarrando piedras a la espalda.
Pienso en mi carrera y las frases que más me han comprometido a mejorar no me las dijeron para encartarme sino para entusiasmarme. «Yo creo que tienes talento para esto», me dijo hace años Juan David Aristizábal. «¿Esto lo escribiste tú? Lo haces muy bien», me dijo Maria Emilia Correa poco tiempo después. Son frases simples, que no cuestan nada y hacen toda la diferencia. El problema es que espaldarazos como estos escasean, mientras que un martes santo antes de la misa de once ya mil personas han twiteado que los jóvenes son el futuro del país.
«Dales una reputación fina a la cual aspirar y ellos harán esfuerzos prodigiosos con tal de no decepcionarte», escribía Dale Carnegie en su clásico How to Win Friends and Influence People. La semana pasada alguien me dio una reputación peculiarmente fina a la cual aspirar.
«Mi única preocupación contigo», me dijo, «es que para lograr lo que quieres lograr tienes que ser un lunático. Y cuanto te escucho hablar, eres smooth, suenas sensato. Mi esperanza es que en el fondo seas un lunático».
Intenté reconfortarlo. Le dije que a la carcasa smooth la habita un obsesivo. Se río y colgamos. Me paré de la mesa y me fui sonriendo.
Me pareció que me acababa de dar un espaldarazo lo más de elegante.
Recomendación de la semana
Libro: La mente de los justos de Jonathan Haidt
Dije que soy tibio a la Jonathan Haidt porque en este libro argumenta que la política requiere de la tensión entre liberales y conservadores para ser productiva. Escribí lo siguiente cuando reseñé el libro en mi newsletter (otro) de libros recomendados (si no se han suscrito a ese, pueden anotarse acá).
Este es un libro sensacional, pero sobre todo una lectura que, si se populariza, mejoraría sustancialmente la calidad de nuestras discusiones políticas y nuestra sociedad. Es sobre nuestras intuiciones morales y cómo ellas determinan nuestras posiciones políticas.
Entender que hay diferentes ‘receptores’ morales y que cada quien tiene algunos más latentes que los otros es la cura para muchas cosas: por ejemplo la superioridad moral o la idea de que los conservadores son egoístas que quieren perpetuar sus privilegios a costa de los demás. El esfuerzo de Haidt es admirable en estos tiempos en los que pareciera que no podemos conversar unos con otros sin descender al abismo de los insultos y las agresiones.