De fácil degenere

Nunca me han gustado las motos. Solo he montado dos veces. La primera, en la moto de trial de mi tío que se me salió de las manos, literalmente, con la primera acelerada. La segunda vez, de parrillero de un desconocido en la carretera que conecta el golfo de Urabá con Medellín (historia para otra ocasión). En Medellín, donde crecí, al que no le gustan las motos le gustan los caballos. Y al que no le gusta ni lo uno ni lo otro, le gustan los carros. A mí no me gusta ninguno. Si mucho me gustan los frijoles.

En parte, confieso, es miedo lo que le tengo a las motos. Y no es infundado: cuando estaba en el colegio, cada 15 días alguien de mi edad se mataba en una moto. La mayoría de veces un adolescente que iba demasiado rápido para intentar impresionar a alguien que hoy ni se acordaría.

Hoy en día más que miedo a las motos, les tengo fastidio. Es el mismo fastidio que me produce el enjambre de mosquitos cuando decide orbitarme la cara en medio de la caminata ecológica. Eso se han vuelto las motos en Medellín: mosquitos que rodean los carros por todos los flancos. Siempre ha habido motociclistas irresponsables. Lo que pasa es que hoy es difícil encontrar uno responsable. Ni siquiera los hay sensatos.

Ayer iba por la autopista y una moto que me estaba adelantando por la izquierda (cómo será el nivel de brutalidad que hay que aclarar que estaba adelantando por la izquierda) frenó en seco. Me va a robar, alcance a pensar. Pero no, el bruto iba era a voltear. Se iba a pasar de su salida, y por supuesto que eso no lo podía permitir. Primero muerto antes que tarde. Colombia es el único lugar en el que la gente prefiere estrellarse a pasarse.

El tema de las motos en Medellín, aparte de insoportable, es insostenible. Y lo increíble es que hasta hace poco no era así. Es, de hecho, una degeneración que empezó en la pandemia. Fue ahí cuando los semáforos en rojo se volvieron opcionales para los domiciliarios que con las calles vacías no veían mucho sentido en respetar la norma. Ahí se perdió esa bonita costumbre que tenían las motos de frenar cuando el semáforo se ponía rojo. Es escandaloso: de 20 motos tal vez 1 para en el semáforo. Y no es así en todas partes. En Bogotá, que está repleta de atarvanes, los semáforos, para las motos, todavía no son opcionales.

Esa primera trasgresión de la norma abrió las puertas de la degeneración y hoy la ciudad se ha llenado de miles de motociclistas manejando con la misma predictibilidad de un mosquito famélico.

Durante la pandemia, me acuerdo, tuve que ir a un hospital en el centro de Medellín. No esperaba encontrar a nadie en urgencias. La sala estaba llena. La mayoría jóvenes. Motociclistas. Si con calles vacías llenaban la sala de urgencia, ¿cómo será hoy?

El civismo es un asunto de difícil construcción y de fácil degeneración. Un inglés decía, con característico humor británico, que para establecer una norma social eran clave «los primeros dos milenios». Esa es la asimetría desalentadora: construir algo bueno cuesta décadas y se puede derrumbar en cuestión de minutos.

Si les interesa este tema, conversé en Atemporal con el excanciller Jaime Bermúdez sobre normas, incumplimiento, y sus efectos en la sociedad.


Recomendación de la semana

Restaurante: Ajiacos y Mondongos (Medellín)

Me gustan los restaurantes que tienen pocos platos. Ajiacos y Mondongos tiene 3: cazuela de fríjoles, mondongo, y ajiaco. A mi me gusta la cazuela de fríjoles (queda mejor sin chicharron), pero lo mejor de este lugar es el postre de tres leches.

Suelo caer en la exageración, pero esta vez estoy haciendo una afirmación justa: es el mejor postre que hay en Medellín.

No sabría como explicarles donde queda, busquen. Es por la 10.


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Soy Andrés Acevedo (TwitterLinkedin), el escritor detrás del hit cultural 13%, el podcast sobre trabajo y carrera profesional. Más sobre mí aquí.