Cuando uno se está sintiendo cansón, es probable que los demás apenas le estén empezando a poner atención. Los publicistas dicen que la publicidad desgasta hacia adentro, pero no hacia afuera. En otras palabras, que el mensaje desgasta al portador, pero no al destinatario. Y aun así uno siente que ya debería cambiar el discurso, darle frescura, así como los genios que quitaron los murales del Corral, cuando el resto ya nos habíamos enamorado. Uno es malo para juzgar si su mensaje está trillado porque juzga con ojos cansados.
Los que mantienen el mensaje salen premiados. Comunicar, visto así, es un juego de insistir. No en vano Coca-Cola ha hecho de sus comerciales navideños la tercera tradición más importante del fin del año. O el jingle de Café Águila Roja, que ha sonado ininterrumpidamente durante los 200 años de independencia de Colombia. Me queda difícil creer que la insistencia en el mismo jingle se deba a un afán de ahorrarse la plata de una nueva sesión de grabación. No sé mucho de música pero dudo que el éxito de «felicidad es todo aquello que nos hace recordar que la vida es bella, que diciembre es amor» tenga que ver con la sonoridad de palabras y no con el hecho de que nos las han taladrado en los oídos desde el mismo minuto en que se nos terminaron de formar los tímpanos. Habría que preguntarle al de Águila Roja qué tan desgastado se siente. Nosotros, que lo hemos escuchado todas las navidades desde que Cristo nació, estamos algo cansados. Pero cuando él estaba cansado nosotros apenas nos íbamos enterando.
El objetivo de comunicar es alcanzar la familiaridad y el precio a pagar por ella es ser repetitivo a costa de la propia salud mental. Se hostiga uno, pero comunica.
«Ese libro pudo haber sido un blog»
Esta es una crítica común, en muchos casos merecida, a un tipo particular de libros (casi siempre de negocios) en los que da la impresión que alguien tuvo una buena idea y vio en esa idea una oportunidad de hacerse autor. El problema es que cuando terminó de escribir su idea, se dio cuenta que le faltaban doscientas paginas para completar el libro y se dedicó a llenarlas con ejemplos inaportantes, divagaciones inútiles, o con ideas menores. La experiencia de leer esos libros es similar a la de irse de paseo en carretera con dinero para apenas medio tanque de gasolina y llenar el resto con agua de manguera: se empieza con mucho entusiasmo, pero luego los ánimos se van menguando hasta que se extinguen cuando el carro se vara al lado de un estadero de mala muerte en el Magdalena medio.
Hace poco publiqué en twitter una foto del libro que estaba leyendo: el famoso Hábitos atómicos. Y, como a todo libro mainstream, le cayeron críticas mainstreams. Entre esas, esta de «ese libro pudo haber sido un blog». Y yo no estoy de acuerdo.
No estoy de acuerdo porque una cosa es que un libro sea repetitivo y otra distinta que sea flojo. Hay libros repetitivos que son flojos, como esos que se remiendan con ejemplos excesivos. Pero la repetición no es mala por sí sola. La repetición clarifica. Le permite al autor martillar su idea desde tantos ángulos como sea necesario para que el clavo penetre.
Hábitos atómicos es bestseller y es un muy buen libro. Tengo la impresión de que ha tenido un impacto importante en mucha gente y también lo ha tenido en mí. Y en parte es gracias a que repite. Repite bastante, no sé si tanto como Marco Aurelio en sus Meditaciones (de las que por cierto no he escuchado a nadie decir «pudo haber sido un blog»).
Hay mucho valor en reducir. En llevar las cosas a su mínima expresión. Pero eso no quiere decir que la extensión sea indeseable. ¿Hay algo más reducido que un post en Instagram o que un Tweet? Y aún así nadie recuerda el último post en Instagram que vio, pero casi todos recuerdan el último libro que leyeron, así haya sido repetitivo.