Relato de dos CEO

Una de las primeras entrevistas que hice fue a un CEO de una gran empresa colombiana. La más importante en su industria. El tipo me cayó pésimo. No diré su nombre.

La entrevista más reciente que hice fue a un CEO de una gran empresa colombiana. Tal vez una de las cinco empresas más grandes del país. El tipo me cayó extremadamente bien. Se llama Jose Alberto Vélez, el icónico CEO de Grupo Argos (esperen pronto su episodio en Atemporal).

La gente se la pasa buscando patrones comunes entre exitosos, un poco bajo la idea (en la que creo parcialmente) de que todo logro humano tiene el potencial de ser emulado. Desafortunadamente para los buscadores de patrones, casi todas las trayectorias profesionales son inimitables.

Por eso es realmente especial cuando uno nota cosas en común entre personas tan disimiles como el tipo más querido del mundo (Vélez) y el otro CEO, a quien ya había olvidado y que volví a recordar cinco años después cuando Vélez me contó la manera como entró Argos a competir en Estados Unidos.

Me contó Vélez que cuando estaban considerando entrar a Estados Unidos —cosa, por cierto, que podría intimidar a cualquier empresa colombiana, sin importar que fuera una de las más grandes— contrataron a una banca de inversión. Les pidieron una lista de las cinco concreteras más grandes de Texas. Los banqueros produjeron la lista y a Vélez y su equipo les quedó gustando una en particular. La primera. Decidieron comprarla.

Los dueños contestaron que estaban abiertos a vender pero que primero tenían que revisar la hoja de vida de esos compradores tan exóticos. Estamos hablando de unos colombianos detrás de una empresa gringa a principios de los dos miles, cuando Colombia estaba en el borde del abismo de los Estados fallidos.

Satisfechos los gringos con la reputación de Argos, aceptaron venderles. Pero había un problema. Otra compañía estaba interesada en adquirirlos. Esta iba a ser una guerra de subasta, y el que pagara más se quedaría con la concretera. En el momento crucial de la negociación, Vélez hizo algo contraintuitivo. Tenían que mejorar la oferta y en vez de simplemente ofrecer más dinero, Vélez le preguntó a su equipo: «¿cuánto es el máximo precio que estamos dispuestos a pagar por esta compañía?». Le dieron la respuesta y Vélez dijo «ofrezcamos eso». Una decisión, me contó, que va muy en contravía de la cultura paisa, «la de ahorrarse unos pesitos». No era la oferta óptima, desde el punto de vista financiero, pero era la que lo dejaba con la tranquilidad de que había hecho lo mejor posible dadas las circunstancias.

Ofrecieron el precio máximo y se quedaron con la compañía. Luego se supo que el precio al que inicialmente pensaron mejorar la oferta estaba por debajo de la oferta mejorada de los otros compradores. Se habrían quedado sin concretera por seguir la máxima paisa de «ahorrarse unos pesitos».

La historia de Vélez me llamó la atención particularmente por una cosa: les dieron una lista con cinco concreteras y escogieron comprar la primera, la más cara, la más importante de un departamento que si fuera un país independiente sería una de las quince economías más grandes del mundo. Las otras cuatro concreteras eran suficientemente buenas, pero no eran la mejor. De haber elegido una más abajo en el podio, el negocio habría sido más barato, al menos en el papel. Pero no. Se fueron por la mejor así fuera la más cara. Pagaron el máximo precio, así estuviera varios millones de dólares por encima de la oferta del contrincante.

¿Cuántas veces hace uno lo contrario? Escoger por la alternativa de media gama, pues ¿qué necesidad de tener lo mejor cuando existe lo suficientemente bueno? Díganmelo a mí, que tengo un celular chino de esos que espían y valen un décimo de lo que cuesta un Iphone viejo.  

La historia de Vélez me recordó una respuesta de ese CEO que entrevisté hace años. Me dijo que cuando ellos miraban competidores, se comparaban con los tres más importantes. Del mundo. No los tres más relevantes del mercado local. Los tres líderes del mercado global. El CEO era detestable, pero no hay que quitarle mérito: ha liderado durante medio siglo una compañía que es, de lejos, la primera en su industria. Parte de eso, creo, tiene que ver con esa idea de medirse contra los grandes.

Es el punto común que une a estos CEO tan disímiles: no contentarse con ser suficientemente buenos. Aspirar a ser los mejores. No hacer concesiones e irse por la concretera buena, bonita y barata: ir por la cara pues el costo de pagar de más es en todo caso inferior al costo de resignarse a lo mediocre. A veces hay que entender que los estándares locales invitan a la mediocridad, y que más vale guiarse por estándares globales que fuerzan a estirarse y ser mejor. «Estoy corriendo con los veloces», le escribía uno de los grandes servidores públicos de Estados Unidos en una carta a su mamá, a propósito de haber entrado a Harvard y estar rodeado de gente que era mucho mejor que él, que lo hacía sentir impostor, inferior, incapaz, pero que al menos no lo hacía vivir bajo el engaño de ser el más rápido en una carrera de tortugas.


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Soy Andrés Acevedo (TwitterLinkedin), el escritor detrás del hit cultural 13%, el podcast sobre trabajo y carrera profesional. Más sobre mí aquí.