Mi impresionista favorito es Renoir.
Sueño con visitar uno de sus cuadros, Baile en Bougival, que está en un museo de Boston.
En la sala de un apartamento de Madrid me encontré un libro de Renoir, de esos que se compran no para leer sino para decorar la mesa de centro.
Lo levanté. Lo leí.
Decía el innombrado autor que Renoir pintaba escenas que evocaban la vida feliz.
La vida descomplicada.
Colores vivos, caras sonrientes. Arrugas de risa, ninguna de estrés.
Gente viviendo. Bailando, comiendo, bebiendo. Épocas felices.
Bebamos y comamos, que mañana moriremos. Tiempos felices. El fin del mundo.
Tiempos malos crean hombres fuertes. Hombres fuertes crean tiempos buenos. Tiempos buenos crean hombres débiles. Hombres débiles crean malos tiempos y mientras tanto beben, bailan y comen.
No me gusta el psicoanálisis. Demasiado determinista. Lo que fue, fue. Y todo fue en la infancia. Es la negación del cambio. De la posibilidad de ser mejor.
Me gusta, eso sí, preguntarme por qué me gusta lo que me gusta. ¿Por qué Renoir? Y en este caso no puedo escapar de la interpretación psicoanalista.
Es la añoranza de la remota infancia.
De la vida descomplicada. De la risa.
¿Son estos tiempos difíciles? ¿Nos gusta Renoir porque vemos ahí algo que añoramos pero que no vivimos? Puede ser. A veces parece que la mitad del mundo vive a la Renoir, dejando derretir sus gelatos en un alegre baile en las plazas de Roma, y esta mitad del mundo la tiene difícil.
Es una brecha insalvable entre acá y allá que se resuelve fácil. Con un tiquete de avión.
Por ahora nos queda el hemisferio difícil y la añoranza, digna del último romántico, de vivir a la Renoir.