Tiranos adorados

Cuando se habla de grandes tiranos se suele pensar en dictadores malévolos. En Stalin que mató de hambre al 10% de los ucranianos y de susto a otros cuantos millones de rusos. En algún capo africano que viste traje militar y que el tiempo libre, cuando no está ocupado acribillando a sus opositores, lo dedica a sumar dientes de oro a la colección o a alguna santería oscura para mantener su poder. Cuando uno piensa en tiranos no suele pensar en Steve Jobs o en Lyndon B. Johnson.

Mucho antes de que se hablara del burnout, Lyndon Johnson —después de Trump, el presidente más improbable que ha tenido Estados Unidos— ya estaba quemando su gente con lanzallamas y sin pena. Hoy sus estrategias de management le valdrían una docena de demandas por abuso laboral. Para que se hagan una idea, Johnson era el único congresista que se mantenía al día con su correspondencia. Tenía a un par de pobres encorbatados tecleando sin parar en las máquinas de escribir. No solo cada carta debía contestarse, sino que cada carta debía contestarse personalmente. Nada de formatos. Toda carta que salía del despacho del congresista —y eran muchas— era única y prohibidamente replicable.

Cuando los pobres encorbatados evacuaban el morro de cartas Johnson enfurecía. Si no había nada que responder —era la lógica de Johnson— algo estaban haciendo mal sus empleados. «¡Hagan que lleguen más cartas!» parecía ser el grito de loco que salía del congresista. La máquina de escribir no debía de parar de teclear.

Las orejas de Dumbo de Johnson estaban siempre alerta al sonido del metal y su nariz, también desproporcionada, solo se daba por servida con el olor de la sangre que emanaba de los nudillos destrozados de los mecanógrafos. En el régimen de Johnson no existía el descanso. Se trabajaba los fines de semana y se almorzaba en el puesto de trabajo. Lyndon Johnson era una máquina de trabajo y cuando miraba a su equipo no veía humanos sino mulas de trabajo.

Uno pensaría que sus subalternos debían de odiarlo. Lo amaban.

No sé si a Steve Jobs también lo amaban. Pero sin duda lo adoraban. Los que inventaron la primera Mac coinciden en que fue la época más difícil de su vida, pero también la que más los enorgullece. Jobs y Johnson tenían la capacidad de exprimir la última gota de sudor de sus equipos, de darle una vuelta adicional al trapo reseco y sacarle una gota más.

Ambos eran unos tiranos. No solo exigentes. Crueles. Johnson obligaba a sus empleados a entrar al baño con él, mientras defecaba. A un trabajador que había trasnochado dos semanas para cumplir un deadline imposible, Steve Jobs no tenía problema en decirle: «Este producto es un asco. No sirves para nada».

Y aun así sus empleados humillados sentían una devoción sobrenatural por ellos.

¿Cómo se explica esto?

Cualquiera que ha tenido un jefe abusivo sabe que no basta con ser un tirano para ser adorado. Hay tiranos que no despiertan en sus subalternos nada diferente al odio. En este misterio de los tiranos adorados hay algo más. De qué está compuesto ese eter no estoy seguro. Especulo que por lo menos de dos elementos.

El primero es que estos tiranos llevaban a sus equipos al límite no sin antes llevarse a sí mismos al límite. Exigían tanto o más de ellos mismos como de sus equipos. Hay que ver fotos de Lyndon Johnson tras su primera campaña electoral para admitir que estamos hablando de un tipo que no tenía miedo de matarse con tal de lograr su objetivo. Ese sí parece un trapo seco.

Lyndon Johnson en el hospital tras su exitosa campaña al Congreso.

El segundo elemento, creo, tiene algo que ver con el carácter de genios. La fatiga de un veinteañero que ya porta ojeras de cincuentón se sobrelleva mejor cuando sabe que lo lidera un ser extraordinario. El trabajador fatigado sabe que está detrás de un personaje histórico, ni siquiera le preocupa no tener claro para qué hace lo que hace (los ayudantes de Johnson no veían la necesidad de contestarle al granjero más remoto de Texas), pues sabe que ese genio al que sigue va a llegar lejos.

Es una devoción que tiene más que ver con el líder que con una misión. No es un asunto de hacer parte de algo más grande que uno mismo. Esto es culto a la personalidad, puro y duro. Elemento, por cierto, que siempre está presente cuando hablamos de grandes tiranos.


Recomendación de la semana

Serie: Succession

Me imagino que ya han escuchado sobre esta serie. Si lo han hecho es porque este drama familiar sobre quién heredará un imperio de medios es extraordinaria. Se terminó hace poco y no cabe duda que pasará a la historia como una de las mejores series de todos los tiempos.

Si no la han visto, no la duden.

Está en HBO.

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Soy Andrés Acevedo (TwitterLinkedin), el escritor detrás del hit cultural 13%, el podcast sobre trabajo y carrera profesional. Más sobre mí aquí.