Cuando uno juega futbol en el equipo del colegio no conoce lo que es una marcación de verdad. Ni en el entrenamiento más intenso se llega a sentir lo que se siente bajo una marcación obsesiva. Yo, que siempre fui defensa, rara vez soporte un marcaje. Excepto una vez que jugamos contra un colegio cuyo nombre nunca había escuchado y que quedaba en una parte de la ciudad a la que nunca había ido y a la que hoy no sabría ir. Era un partido de estudiantes de once pero los del otro equipo ni parecían de once ni parecían estudiantes. Tenían cuerpo de adultos. De adultos militares, para ser más preciso. Cuando yo subía a cabecear en los tiros de esquina, me marcaba un adulto que medía una cabeza más que yo, de manera que no me dejaba ver el corner. Me tocaba forzar una contorsión del cuello —de esas que conducen a la torticulis— y rodear su torso para poder ver la trayectoria del balón. Claro que de nada me servía fijarme en el balón porque al macancan le bastaban un par de agarrones para impedirme saltar y un par de empujones para distanciarme irremediablemente del balón. Era una marca asfixiante, obnubilante, insuperable.
Mi historia preferida de Mathew McConaughey es de cuando se desmarcó. La carrera de McConaughey era exitosa desde todo punto de vista. En el competido Hollywood era de los actores que más facturaban, le sobraba el trabajo, y protagonizaba comedias románticas con las mujeres más apetecidas del mundo. McConaughey estaba en la cima y se sentía absolutamente miserable.
Un día le dijo a su esposa: «ni una comedia romántica más». Era como si Bavaria dijera «no vamos a vender ni una cerveza más». Un completo suicidio, para todos los efectos.
Los siguientes meses parecían el trámite del anunciado suicidio. Rechazó cientos de roles y cobró exactamente cero cheques. A Mathew McConaughey, actor de comedias románticas, solo le ofrecían comedias románticas. Tenía una marca bien posicionada. Bien plantada.
Todo el que se aventura voluntariamente al desierto se encuentra, eventualmente, con la tentación. La de McConaughey vino en la forma de 15 millones de dólares. Era el precio que le ofrecían por actuar en una película que se empezaría a rodar pronto. Adivinaron: era una comedia romántica.
Era más dinero del que alguna vez había recibido. Más dinero del que alguna vez creyó posible ganar. Quince meses de rechazar todas las ofertas que le llegaban solo había servido para subir el valor del actor. McConaughey consideró la oferta. La tentación parecía demasiada. Lo superaba. Llegaba en su momento más sediento. Tal vez, pensó, no hay que ser tan purista con el tema de las comedias románticas. Semanas enteras pasaron, y McConaughey seguía pensándolo. Luego decidió rechazar la oferta.
A los pocos meses lo buscaron para protagonizar un drama. Una decisión osada del director. Para McConaughey, justo lo que estaba buscando. Se llamó Killer Joe y fue la primera película del nuevo Mathew McConaughey.
Pocas cosas más dolorosas que desmarcarse. A McConaughey le costó 18 meses en el desierto. Meses de incertidumbre. Meses de duda. Tuvo que resistir cada impulso de su intuición para mantener la tensión, seguir firme, y evitar la tentación de refrescarse en el que parecía ser el papá de los oasis.
Siquiera lo hizo: sin ese sacrificio no tendríamos True Detective y, tal vez más importante, el mundo se habría perdido de la obra maestra que es Interstellar.
Recomendación de la semana
Serie: True Detective
Supongo que ya se han visto Interstellar y por eso la recomendación es True Detective (solo la primera temporada – después cambian actores y trama), que es menos conocida pero es una absoluta joya.
Tiene, además, la que creo es la mejor canción de una intro de serie en toda la historia.
Está en HBO.