Es a Franklin Delano Roosevelt (FDR) a quien debemos la idea de los primeros cien días. Cuando FDR llegó a la presidencia, Estados Unidos atravesaba la Gran Depresión. «El pulso de la nación», escribe la historiadora Doris Kearns Goodwin, «escasamente podía detectarse». Un cuarto de la fuerza laboral estaba sin trabajo, millones de personas habían perdido sus ahorros, y más de dos millones de desempleados abordaban trenes de mercancías en la busca —inútil— de una oportunidad de trabajar.
El presidente Herbert Hoover había intentado frenar la epidemia de desesperanza y había fracasado. Había, casi, claudicado. «Estamos al final de nuestra pita», dicen que le dijo a su secretaria, «no hay nada más que podamos hacer».
De FDR no se esperaba mucho, pero lo poco que se le pedía lo era todo. Los norteamericanos no veían la hora de que el «viejo melancólico» (Hoover) terminara su mandato y fuera reemplazado por el sonriente de Roosevelt. FDR sabía que su llegada a la presidencia no podía ser cautelosa. Debía aprovechar el momentum de la luna de miel, ese boost de esperanza que suele acompañar al presidente novato en el comienzo de su periodo.
Por eso FDR llegó pisando fuerte. Invitó al Congreso a que lo acompañara en cien días de medidas para revolcar la depresión. En esos primeros cien días, hizo aprobar 15 reformas importantes y restauró la confianza del pueblo americano. Era el influjo de energía que hacía falta para superar la depresión.
Los primeros 100 días en el trabajo
Ya son varios los políticos que han intentado copiar el modelo Roosevelt de los primeros cien días. A algunos les ha ido bien (me da la impresión que los primeros 100 de Cesar Gaviria fueron bastante productivos, pero confieso que no lo he estudiado con suficiente detalle), a otros les está yendo bastante mal. En otros oficios el concepto también ha llegado pero con menor prominencia.
La primera vez que me crucé con los cien días en un escenario diferente a la política fue leyendo este excelente texto de Roger Martin. Martin es uno de los grandes pensadores de la estrategia empresarial (importante influencia, por demás, de Alejandro Salazar) y en 1998 fue nombrado decano de la escuela de negocios de la Universidad de Toronto. La escuela Rotman no es que estuviera pasando por la Gran Depresión, pero sí por el gran desprestigio. La llamaban la «escuela de desadministración». Martin sabía que sí hacía lo mismo que sus antecesores obtendrían los mismos resultados, de manera que «me embarque en un proyecto para eliminar 100 días de status quo de mi calendario anual y reemplazarlo por 100 días de actividades de alto valor».
En su texto, Martin cuenta cómo planteó su estrategia personal para lograr los cambios que pretendía. Es sensacional, lo mejor que he leído sobre hacerse cargo de un trabajo y brillar en él.
Una conclusión que viene a la mente es que los primeros días en un nuevo trabajo —particularmente en una posición senior— son vitales. O mejor, pueden ser vitales. Se goza de una bonanza anímica, la luna de miel laboral, y bien haría uno en capitalizarla. Pero hay una conclusión tal vez más importante: un principio más profundo que se ve reflejado en el asunto de los primeros 100 días. En pocas palabras: el trabajo humano es acerca de energía desplegada, no de tiempo invertido.
Lo explicaba muy bien Eduardo Salazar en una de las tertulias exclusivas que componen nuestro curso Mentalidad 13%: somos leones, no vacas. Nuestra dieta de trabajo no es la de la vaca que rume durante horas a un ritmo constante; la nuestra es la del león, que caza en sprint, en cortos periodos de máxima intensidad, y luego reposa. Así con el trabajo. No ocho horas de baja intensidad y mucha distracción: tres horas de alta intensidad y máximo foco. El trabajo humano es acerca de hacer que pasen cosas, no de sentarse a rumiar en un puesto de trabajo a ver qué pasa.
Los cien primeros días no son otra cosa que el sprint inicial, el embate del león que llega dispuesto a brillar en su trabajo y a transformar su organización.
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