Robarse una identidad

Antes de cumplir treinta, quería haber publicado seis libros, como Ryan Holiday. Hoy tengo uno publicado (del que no hablo), otro en proceso (mejor dicho: en sufrimiento), y dos biografías en mente y que espero escribir en el futuro. Como pueden ver, me quedé corto frente a la meta, pero eso no importa. Hoy no quiero escribir sobre metas sino sobre el hecho de haber usado a Ryan Holiday para ponerme metas, pues veo que el asunto de la identidad ha adquirido cierta importancia para mis fellow citizens.

A mí también me ha preocupado el tema de la identidad. En nuestra sociedad instagramera, lo raro sería no preguntarse por ella. Y que estemos obsesionados con la identidad es el menor de nuestros problemas. El verdadero problema, me parece a mí, es la manera de buscar esa identidad.

Salí a trotar por la carretera que da a mi finca y me topé con una portada inusual. Por lo general los letreros de las fincas son trozos de madera que anuncian algo que a sus dueños les dice mucho pero que al transeúnte casual no le dice nada. Esta portada, en cambio, tenía un letrero impreso a color, que explicaba que ahí, en la mitad de la nada, se podía «renacer» y «vivir experiencias inmersivas y espirituales». O sea: en esa finca se podía tomar yagé.

Hace diez años no se veían fincas de ese estilo por allá. Al menos no se publicitaban. Hoy, claro, es menor la sanción social a todo lo que venga empacado artesanal y espiritualmente. Creo que esto tiene que ver con una sociedad cada vez más ensimismada, con individuos cada vez más ansiosos de emprender «el viaje interior». Vale la pena leer The Road to Character de David Brooks para ver que esta obsesión con uno mismo, aun si tiene raíces antiguas y para la muestra un tal Narciso, no era la regla general sino hasta hace poco. Hace menos de un siglo los grandes hombres y mujeres se debían a la sociedad más que a sí mismos. Incluso el arquetípico político «buen mozo» (como dirían las mamás), John F. Kennedy, se lo veía más concentrado en esquivar la debacle nuclear que en salir bien peinado en la foto (aunque, a decir verdad, su pelo nunca fue problema). 

El ensimismamiento actual no es normal y sus manifestaciones cada vez muerden más pedazos de este mundo, hasta que pronto no quedarán fincas de recreo sino sólo las de sanación.

Aclaro: no pretendo restarle importancia a la prescripción antigua de conocerse a uno mismo, que considero vital, ni a la eficacia terapeútica que parecen tener estas sustancias. Lo que intento decir es que vale la pena preguntarse, en medio de la vomitada de la quinta toma de yagé, si aquello hace parte de una búsqueda o más bien de un extravío. Mi crítica no es al yagé, ni al autoconocimiento, ni a la vida contemplativa. Mi critica es a la obstinación con buscar todas las respuestas adentro, pues mi observación es que, al hacerlo, la gente, sobre todo la gente joven, termina más perdida de lo que empezó.

Creo que al veinteañero que indaga obsesivamente por su esencia nadie le ha dicho que la identidad es una construcción en proceso. Gastan años cavando en busca de un tesoro perdido y olvidan que tienen que salir a construirse. Buscan obsesivamente a un «niño interior», que quizás sea inocente y genuino, pero que dudo mucho que sea «sabio», como dicen por ahí. Creo que al adulto le corresponde salir a hacerse si es que no quiere quedarse eternamente como un niño. Un niño que busca a otro niño, el interno, y que no logra más que emular, ahí sí, al niño temeroso que desde las tres de la tarde está esperando a que su papá vuelva a la casa.

Lo que digo es que a la hora de moldear una identidad no conviene tanto la pregunta de «¿quién soy?», sino que es más útil preguntarse «¿quién quiero ser?». O mejor: ¿a quién me quiero parecer? Creo que el ensimismamiento paraliza. La gente quiere salir a hacer cosas pero se paraliza pues cree que hasta que no descubra su «versión más auténtica» no puede lanzarse. La trampa es que solo lanzándose puede empezar a descubrirse. Por eso creo que más que indagar por la propia identidad, uno debería robarse una. Y ya.

Esto lo aprendieron hace siglos los cristianos con su pregunta, hoy convertida en sticker de parabrisas, «¿Qué haría Jesús?». Esa tercerización en un referente moral reconoce que los humanos somos muy limitados como para confiarnos a nosotros mismos las decisiones más difíciles. Creo que somos igualmente limitados para descifrar en nosotros mismos el norte de nuestras vidas. Ante el dilema moral, el cristiano invoca a Jesucristo. Ante el dilema vocacional yo creo que vale la pena invocar a algún referente. Tal vez no a Jesús, pues me parece que su ejemplo para carreras modernas es limitado, pero seguro que no les quedaría difícil pensar en un referente al que quisieran emular. Yo admiro a Ryan Holiday y me robé esa identidad. ¿Qué haría Ryan? Una pregunta sencilla, pero no se imaginan lo mucho que clarifica.

Cumplí treinta y no publiqué los seis libros. Pero eso no importa: uno no se roba una identidad para imitar los logros, sino para poder avanzar. No se cuánta claridad da la quinta toma de yagé, pero al menos esta pregunta simple y elemental no cuesta nada y no me daña en absoluto la estética rural durante la trotada. 


Recomendación de la semana

Artículo: The Age of Average de Alex Murrel

Un fascinante artículo sobre cómo todo hoy en día, todo, es igualito. Los carros, los apartamentos, incluso las caras de las mujeres que se han ido puliendo (en la vida real) al son de filtros de instagram.

Leanlo para que entiendan mi preocupación con la sociedad instagramera.

Recomiendo también este análisis de Andrés Mejía Vergnaud sobre las elecciones del domingo en Colombia.

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Soy Andrés Acevedo (TwitterLinkedin), el escritor detrás del hit cultural 13%, el podcast sobre trabajo y carrera profesional. Más sobre mí aquí.