Andrés Acevedo Niño es el escritor detrás del hit cultural 13%, el principal podcast narrativo en español sobre trabajo y carreras profesionales. Durante los últimos cinco años, Andrés ha consolidado una perspectiva única acerca del trabajo humano: ha escrito las historias de los líderes más relevantes de diversas disciplinas y ha dado visibilidad a oficios comúnmente invisibles, como guardias de seguridad, vendedores ambulantes y médicas de UCI. Su trabajo digital, que incluye el emergente podcast de entrevistas, Atemporal, ha tenido una fuerte acogida en el mundo empresarial y sus contenidos alcanzan mensualmente a una audiencia de más de 60,000 personas y han superado un millón de reproducciones.

Nacido en Medellín, Andrés estudió derecho en la Universidad de los Andes, juega squash y actualmente vive entre Bogotá y Medellín.

Historias de personas que encuentran satisfacción en el trabajo. Una minoría especial que no odia los lunes ni espera impaciente a que llegue el viernes. 

Una vez a la semana envío un mini ensayo de mis aprendizajes y ocurrencias (me interesa la creatividad, el trabajo humano, los libros, la historia y las tensiones de la vida en sociedad) más una recomendación (libro/artículo/documental/frase para considerar). Suscríbete y recibe todos los miércoles el newsletter. 

Conversaciones con líderes empresariales y políticos, jugadores creativos, autores y pensadores.  

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La brecha insalvable

Durante buena parte de su vida adulta, Edward Hopper no pintó más de dos o tres cuadros al año. A Hopper la madurez le trajo cautela y entonces fue capaz de controlar sus impulsos más básicos y de no volver cuadro cada boceto que parecía prometedor. Hopper se controlaba y reservaba su energía creativa para esos pocos bocetos (2 o 3 al año) que de verdad valían la pena. Pero incluso siendo extremadamente cuidadoso en la elección, Edward Hopper no estaba a salvo de la brecha que atormenta a todo artista. En una entrevista que dio hacia el final de su vida, se lamentaba de que sus lienzos no terminaran plasmando exactamente lo que vio con tanta nitidez en su imaginación. Entre el ideal y la creación existe una brecha insalvable. «Lo que me duele es que lo mejor es malo», se lamenta Pessoa en su magnífico Libro del desasosiego

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De fácil degenere

Nunca me han gustado las motos. Solo he montado dos veces. La primera, en la moto de trial de mi tío que se me salió de las manos, literalmente, con la primera acelerada. La segunda vez, de parrillero de un desconocido en la carretera que conecta el golfo de Urabá con Medellín (historia para otra ocasión). En Medellín, donde crecí, al que no le gustan las motos le gustan los caballos. Y al que no le gusta ni lo uno ni lo otro, le gustan los carros. A mí no me gusta ninguno. Si mucho me gustan los frijoles. En parte, confieso, es miedo lo que le tengo a las motos. Y no es infundado: cuando estaba en el colegio, cada 15 días alguien de mi edad se mataba en una moto. La mayoría de veces un adolescente que iba demasiado rápido para intentar impresionar a alguien que hoy ni

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El desmarque

Cuando uno juega futbol en el equipo del colegio no conoce lo que es una marcación de verdad. Ni en el entrenamiento más intenso se llega a sentir lo que se siente bajo una marcación obsesiva. Yo, que siempre fui defensa, rara vez soporte un marcaje. Excepto una vez que jugamos contra un colegio cuyo nombre nunca había escuchado y que quedaba en una parte de la ciudad a la que nunca había ido y a la que hoy no sabría ir. Era un partido de estudiantes de once pero los del otro equipo ni parecían de once ni parecían estudiantes. Tenían cuerpo de adultos. De adultos militares, para ser más preciso. Cuando yo subía a cabecear en los tiros de esquina, me marcaba un adulto que medía una cabeza más que yo, de manera que no me dejaba ver el corner. Me tocaba forzar una contorsión del cuello —de

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Una idea de destino

Las primeras temporadas de Cristiano Ronaldo en el Manchester United fueron muy diferentes a las últimas que tuvo en ese club. Aparte del hecho de que las primeras las vimos por Fox Sports y las narraba el Bambino Pons, está el hecho no menor de que parecen dos jugadores diferentes. El primer Ronaldo era más bien flaco, no escuálido pero sí tenía uno de esos cuerpos de amateur que uno imagina en la bahía de Copacabana jugando con una pelotica de futsal. Ese primer Ronaldo era entretenimiento puro. Un mago de circo pegado a la banda esperando a que le entregaran el balón. Al primer Cristiano no le preocupaba seguir la jugada sino entretener a la grada. Para el primer Cristiano no existía equipo, solo público. En sus ojos el 90% de la cancha estaba oscura, solo su banda estaba iluminada, ese carril exclusivo que entre más se estrechaba más

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Tiranos adorados

Cuando se habla de grandes tiranos se suele pensar en dictadores malévolos. En Stalin que mató de hambre al 10% de los ucranianos y de susto a otros cuantos millones de rusos. En algún capo africano que viste traje militar y que el tiempo libre, cuando no está ocupado acribillando a sus opositores, lo dedica a sumar dientes de oro a la colección o a alguna santería oscura para mantener su poder. Cuando uno piensa en tiranos no suele pensar en Steve Jobs o en Lyndon B. Johnson. Mucho antes de que se hablara del burnout, Lyndon Johnson —después de Trump, el presidente más improbable que ha tenido Estados Unidos— ya estaba quemando su gente con lanzallamas y sin pena. Hoy sus estrategias de management le valdrían una docena de demandas por abuso laboral. Para que se hagan una idea, Johnson era el único congresista que se mantenía al día

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Ciudades del deseo

Me ha pasado dos veces. Una vez en Lille y otra cerca a Edimburgo. He sentido en esos dos lugares un afán extraordinario por quedarme. Cuando pasé por Lille era de noche; íbamos en un roadtrip: Ámsterdam, luego Berlín. Toda la vida nocturna europea parecía haberse consolidado en la ciudad fronteriza francesa a la que yo ni conocía, pero de la que quería hacer parte. En ese momento ni Berlín ni Ámsterdam me interesaban, lo único que me interesaba era bajarme del carro y quedarme en Lille. Tenía 17 años, y aunque atravesaba la cúspide de la espontaneidad, no me bajé del carro, seguimos derecho y este es el día que no he pisado Lille. El bus que nos llevaba por las Highlands escocesas —segundo lugar de mi deseo— era largo, de esos en los que caben, sin juntarse, el grupo de asiáticos y también el de adolescentes colombianos. No

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Volver a los clásicos

Me imaginó que ya todos han leído algún texto que se titule así. Es estadísticamente improbable que no, pues elogios de los clásicos se escriben todos los días. Ya el discurso lo conocemos: que son «clásicos» pues nunca pierden su vigencia, que nos interpelan siempre, según la situación que estemos viviendo, que se pueden leer ciento y una veces y siempre tienen algo nuevo para decirnos. No voy a escribir de esos clásicos, pues no me siento moralmente capaz. Empecé El Quijote y no he podido pasar de la página 400, 600 u ochocientos, ya ni me acuerdo (de hecho, se lo confesé a Andrés Caro, en el más reciente episodio de Atemporal). Voy a hablar de otro tipo de clásicos, aunque reconozco que no a todos les parecerá correcto que yo le asigne a un arte inferior tan pesada etiqueta. Hablo de las películas. Específicamente, de las películas con

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